El secuestrador de Kootenay by Eric Wilson

El secuestrador de Kootenay by Eric Wilson

autor:Eric Wilson [Wilson, Eric]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Infantil, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1982-12-31T23:00:00+00:00


6

TOM lanzó un grito de terror.

Luchó con toda su fuerza para escapar de las manos que le atenazaban. Luego, miró la cara del hombre, y se quedó asombrado.

Era Tattoo.

Sus dientes estaban apretados. Sudaba por todos los poros.

—¡Tranquilo! —le gritó Tattoo—. ¡Tranquilo!

—¡Déjame en paz!

—No lo haré hasta que te vea tranquilo. ¿Qué ha pasado en aquel edificio? Juraría que has visto un fantasma.

Tom continuó luchando con Tattoo. Después comprendió que tenía que fiarse de aquel hombre.

—Alguien ha secuestrado a Dietmar. Tenemos que encontrarlo inmediatamente.

—¿Dietmar? —Tattoo soltó a Tom, y sus labios dibujaron lentamente una sonrisa—. ¿Qué? ¿Qué pasó?

Extrañado ante aquella sonrisa, Tom lo explicó todo rápidamente. Cuando terminó, Tattoo se reía tan fuerte que la cara de Tom se volvió roja como un tomate por el ridículo que pensaba haber hecho. ¿Qué pasaba?

—Recuerdas el café en Denver —dijo el hombre ya calmado—. Supe que tú eras el que había puesto aquel azucarillo de broma en el café del Maestro.

—¿Y eso qué?

—Creo que Dietmar se ha tomado la revancha.

Tom se volvió para mirar el viejo edificio y vio a Dietmar apoyado en la jamba de la puerta con una gran sonrisa en su cara.

—Austen, ¿quieres que te seleccionen para el equipo olímpico? Eres tan rápido que seguro que ganarías una medalla de oro para Canadá.

—¿Fuiste tú el que cerraste de golpe las puertas?

—Buen trabajo, Sherlock. Has solucionado el problema.

La rabia invadió a Tom al recordar todo lo que había hecho para salvar a Dietmar. Apretó los puños, dispuesto a usarlos. Luego de repente volvió la espalda y se fue al coche, que los esperaba.

De vuelta a casa, sufrió las chanzas y las risas de todos. Agradeció que Brandi no quisiera unirse a la tomadura de pelo general. En vez de eso, echó en cara a Dietmar el ser un «ignorante». Eso hizo que Tom viviera un momento de tranquilidad, que le duró unos sesenta segundos. Después sintió que se hundía en la miseria. Sabía que la historia se convertiría en la comidilla de todos cuando llegaran al colegio de Queenston, cuando volvieran a Winnipeg.

Por suerte, Dietmar se negó a unirse al viaje a las Cuevas de Cody al día siguiente, y se quedó cuando el convoy de vehículos todo terreno se dirigió hacia el norte en aquella mañana soleada. A través del lago Kootenay había una vista panorámica magnífica de los montes Pourcell, que se erigían a la izquierda y a la derecha hasta perderse en la distancia. El bosque era espeso, roto solamente por una pequeña ciudad, que de alguna manera ponía algo de vida en aquel mundo salvaje.

—Es Ainsworth —dijo Kendall Steele—. Hoy, al atardecer, nos pararemos aquí para bañarnos en el estanque de aguas termales.

—Estupendo.

—Ése es el hotel Silver Ledge —les explicó. Señaló una calle lateral, hacia un edificio de la época de la Nueva Frontera con balcones de madera a lo largo de todos los pisos—. Ahora lo han convertido en museo, pero durante quince años permaneció totalmente vacío de personas, y nadie rompió ni una sola ventana, aunque estaba lleno de mobiliario antiguo de mucho valor.



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